miércoles, 3 de noviembre de 2010

El poder de la visión


El obispo rasgaba con uñas pulcras su enorme abdomen de avaricia. El obispo peregrinaba lentamente las veredas que rodeaban los muros de la catedral. Se esforzaba en recorrer su base rectangular como muestra de su inquebrantable fe. Y vaya esfuerzo; casi siempre terminaba el recorrido resollando frente a la enorme puerta de madera. Se demoraba varios minutos en abrirla. Era débil, sus brazos raquíticos no estaban acostumbrados a moverse. Sus manos no salían de los bolsillos, no sabían dar, sólo resguardar sus posesiones. Lo que no se usa se atrofia.
Dentro de la basílica en forma de cruz la calva cabeza del obispo recibía la luz invisible que atravesaba los vitrales. Mientras subía cansinamente peldaño tras peldaño hacía la cúspide sus murmullos siseaban en la fina acústica de la catedral. Murmullos de sátiro, recitados como sortilegios para alejar sus pensamientos del deseo. Soñaba que su ascenso le permitiera encontrarla y aspirar al menos una leve bocanada de su aliento. O rozar su piel prometedora. Prometedora de reinos que sólo estaban en su imaginación ya que nunca se animó a cometer pecados de la carne.
La abadesa, cocía sus ungüentos en un claustro solapado. Mientras los cocía creía que su mano era guiada por alguien del mas allá. Sentía la angustiosa necesidad de aliviar el dolor ajeno. Pero muy a su pesar sus investigaciones con plantas curativas no estaban bien vistas. Al fin sólo era una mujer. Ocultaba sus oratorios y poesías debajo del lecho. Sus escritos tenían el poder de la visión. Muchas veces al releerlos no les encontraba significado. Abundaban en palabras desconocidas, inventadas. Sonaban a cantos de pájaros pronunciadas al estrellarse contra la bóveda celeste.
Esa mañana, la abadesa, ascendía hacia la ingravidez de la cúpula, que se aguzaba hacia el infinito. Buscaba tender un puente que funda el cielo con la tierra. Soñaba que su ascenso fuera una estaca clavada en el corazón de su señor.
El nazareno observaba en el vértice más agudo al que sólo acceden los pocos. Ya no permitiría que coman su carne ni beban su sangre. Transgredió la ley una vez y no lo volvería a repetir. Tenía claro el Ser superior debe devorar al inferior.
La abadesa se inclinó con el copón en sus manos para recoger algunas gotas de sangre de su señor. El obispo quiso sostenerla y ayudarla.
El dios entendió el gesto de ambos como una ofrenda. Y la aceptó gustoso. Fue incorporando al obispo y a la abadesa a su sustancia sin evaluar virtudes, castidad, vicios, caridad ni templanza. Al fin todos somos iguales ante sus benditos ojos.
Reforzada por el aporte, la cúspide de la catedral gótica se tornó más sutil y avanzó varios metros hacia lo incognoscible.

domingo, 24 de octubre de 2010

Caminos

Van de noche los arrieros. Oscuridad pintada de luna llena. Hay un camino dormido; hay otro desconocido. Llevan animales los arrieros. Escuchan al jilguero que anuncia el amanecer. Los caballos intentan dudosos una huella segura. El jilguero los monta y les pica el lomo. Les canta la esperanza de claridad.
Va amaneciendo la luna llena. El jilguero la arrastra por el camino oscurecido. Buscan la huella segura para los arrieros dormidos. Los animales montan al lomo de los caballos. Los arrieros toman el camino desconocido.
Van dormidos los caballos. Cantan anunciando que se han perdido. La luna pintada de noche deja su huella en el camino. Sin esperanza de claridad un canto oscuro. Un canto que anuncia: no hay huella segura y un solo abismo al final de los caminos.
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martes, 21 de septiembre de 2010

Sumi é


Sumi é

Con los ojos vendados sólo ve pequeños pentágonos de luz sobre un fondo negro. Es posible que esté lloviznando. La ventanilla está un poco abierta. Se respira viento de río. Huele el agua del Paraná. Siempre sueña con agua. Soñó una vez de chico. Soñó de nuevo y fueron dos. Luego mas de diez.
Ellos hablan en voz baja. Le pegaron poco, no ofreció resistencia. Le irrita el zumbido del dial mal sintonizado y el sonido chino de un celular.
Le aliviaría tanto su perfume a jazmín y el lunar inexistente que sólo él conoce. Es mejor que ella no esté aquí, la hubiera pasado mal.
La bufanda de alpaca le aprieta los labios. No puede gritar. ¡Como le gustaría dejarlos sordos de un alarido¡ Con las manos atadas a la rodilla, se pellizca. Duele…aún está vivo. No parece que tenga buena suerte hoy, se lo anuncian los valles y las cúspides de los surcos de la palma apretada contra la pierna.
Pararon. Baja del auto a los empujones. Lo suben a una baranda. Lo sacude el viento. Su cabeza se asoma más rápido que el resto del cuerpo. La soga del cuello pesa. Lo empujan, cae doblado al medio. Superando los treinta metros el impacto contra el agua o contra la tierra es igual. Primero se hunde la piedra y lo salpica. El dolor del golpe contra la superficie pasa rápido; el frío también.
No hay ninguna posibilidad, pero hay otro dentro de él que se resiste, que lucha. El lo mira extrañado: no sabía que estuviera allí. Es poco lo que puede hacer. Terminan encallados en el fondo.
Los músculos se le aflojan con la misma placidez que cuando ella lo acariciaba. Quizá no la vuelva a ver. Quizá sus pulmones inundados no alberguen su aliento nunca más.
Las galaxias se reflejan en su traje oscuro como en un espejo, es cielo líquido.
Escucha el golpe de unos remos lejanos. Escucha la añoranza de la respiración, la evocación de las palabras que ya no podrá decirle. Escucha el recuerdo de su nombre inscripto en cada centímetro de piel. De esta piel que se arruga horadada por las aguas oscuras. Arrugas con su nombre gravado para siempre.
Ya no le molesta el barro rozando sus pupilas dilatadas ni la visión de un mundo en blanco y negro.
“Donde estemos juntos será nuestro hogar”, se juraron una vez. Si estuviera aquí, compartirían este hogar. Un hogar que desaparece tras el velo transparente de estampa japonesa sobre los juncos que se abanican. Un hogar que juega con el aleteo de las carnadas como pájaros que lo sobrevuelan en la lentitud del agua. Del agua que lo invade de a poco y no deja territorio sin conquistar.
Bebe el último trago con sabor a barro y la última gota de agua salada que brota de sus ojos. Su cuerpo se mece en un tenue vaivén Se le suelta el zapato izquierdo y se oculta entre las cortaderas. Mientras lo rosa el trabajoso reptar de los renacuajos dentro del lodo siente la palpitación dilatada de todo… De todo, a punto de detenerse.
Sueña con su aliento, con su respiración. Diez inhalaciones. Cinco suspiros. Tres ahogos. Uno. Ya no.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Bienaventurado


Su padre había muerto. Él ya no estaba. Quizás él y su padre nunca estuvieron. Sacó cuarenta tazas y cuarenta platos. Puso sobre la mesa cada taza con su plato. Extendió el brazo derecho sosteniendo un plato y una taza. Separó el pulgar y el índice: la taza y el plato se hicieron trizas contra el suelo.

El velatorio fue a cajón cerrado. Los deudos estaban como ausentes, mudos de verdades. Llenaban de palabras lo inexplicable. Evocaban, como en un paso a nivel clausurado, sin ir más allá.

Descalzo en el living, estático para no cortarse, exhibía para sí las imágenes del funeral una y otra vez. Tiró el décimo plato y la décima taza esperando que sobrevivan. La loza destrozada mostró pedazos de flores, filigranas, frutas y asas.

En la sala mortuoria los niños escribieron en una pizarra. Palabras nunca dichas, escribieron. Un hombre mayor los sermoneó sin entender. Sin entender que los niños no saben de pecados. Algunos mocosos subieron las escaleras gateando de a peldaños. Besaron a sus madres, en el escalón siguiente besaron a sus esposas y en el descanso besaron a sus amantes.

Había pensado tantas veces el asesinato. Su padre, siempre tan sabio, se le adelantó. Tan sabio en su ataúd.
Con la última taza y el último plato suspendidos en el aire, supo que dedicaría el resto de su vida a resucitarlo.

viernes, 2 de julio de 2010

Imputabilidad


El cráneo calvo que aparece y desaparece con el vaivén de las ondas del lago. La resolana que juguetea con en el codo de un brazo enterrado en el lodo de la orilla. Un torso sin cuerpo, un talón sin pie, una pierna retorcida. Flotan sin brillo en las aguas oscuras que intentan, sin éxito, ocultar la morbosidad de las partes, la horrible ausencia de los cuerpos enteros.
Hubo pruebas suficientes del ímpetu sin freno, de la sangre hirviendo, de las venas expuestas en las mejillas contrariadas de las mutilaciones.
Él produjo el destrozo y tendrá que pagar. Fue un ataque de demencia, una explosión irracional, una pérdida de control. Nada de esto sirve de atenuantes.
Había tomado las tijeras de su madre. Las de mucho filo, las prohibidas. Los había llevado a la orilla del lago. Les prometió alegrías. Les prometió ser otros, inventar historias. Caer extenuados por la risa.
Tal vez tuvo algún cómplice, no pudo hacerlo sólo. Tal vez la locura, la que redoble fuerzas, la que arrasa. Tal vez la sensación de matar o morir.
Y nosotros debemos velar por la seguridad de la sociedad. Nadie quiere vivir en peligro. Nadie quiere que estas conductas se expandan, que crezcan, que irrumpan en la calidez de nuestros hogares. Es mejor prevenir que curar. Cinco años será una condena justa. Saldrá cuando tenga diez. Porque por ahora fueron sus muñecos, mañana podríamos ser nosotros.

miércoles, 26 de mayo de 2010

El Invernadero

El abuelo escribió todo con lujo de detalles. Como el buen agricultor que era estaba acostumbrado a describir con claridad el crecimiento de las plantas desde la germinación hasta el fruto maduro. Dejó una nota, según los otros, precisa y absurda sobre como quería que fuera la ceremonia final. Luego les hizo prometer que la cumplirían sin cuestionamientos. A cambio, les donó en vida el invernadero. Creía que les dejaba un gran tesoro. Para ellos sólo era una habitación con paredes de plástico, húmeda y sofocante, cuyo único valor residía en su ubicación privilegiada.
Cuando éramos pequeños nos divertía mucho ayudarlo a arrancar la maleza, a poner las guías, a controlar que estén limpias las acequias para el riego y a ahuyentar a los patos, a las gallinas y a los ratoncitos que salían desde adentro de los zapallos.
Nos gustaba ver las gotas de rocío deslizarse por los techos traslúcidos. También nos gustaba ponerle nombres locos a las plantas, a las libélulas, a los bichos bolitas y a todo lo que anduviera por ahí. A los ratoncitos no, porque se escapaban muy rápido. El abuelo me gritaba “ahí está uno”, pero cuando yo daba vuelta la cabeza para mirarlo ya había desaparecido.
El abuelo echaba raíces dentro del invernadero, por eso andaba siempre con los zapatos llenos de barro. Mimaba a los zapallos, olía la albahaca, miraba los ajíes, verificaba el grado de madurez de los tomates. Tocaba a las plantas como si fueran las teclas de un piano. Lo hacía ligerito para accionar la siguiente justo antes de que termine la vibración de la anterior.
Las comidas hechas con las verduras del abuelo sabían a paraíso: el olor de los guisos, la gloria de los zapallitos y las berenjenas rellenas, el sabor sutil de las salsas y de los soufflés.
Cuando los otros nietos crecieron les terminó aburriendo la rutina mustia: las repetidas germinaciones, los plantines, las yemas maduras, los almácigos y las zarzas formaban parte de un mundo demasiado pequeño para sus deseos nuevos. Se fueron yendo.
Yo me quedé aquí, digamos en los diez…once. Algunos dicen doce. Yo creo que me quedé porque me gusta y para ver a los ratoncitos salir de adentro de los zapallos.
Al abuelo se le fueron escurriendo las ganas como arena entre los dedos. Cada día hacía menos. Cuando se fue del todo lo hizo a la grande. La carroza fúnebre tenía forma de calabaza. No le gustaban las flores porque decía que olían a muerte. No quiso palmas ni coronas ni ramos. El féretro transitó el camino al cementerio rodeado de repollos, zanahorias, azadas, regaderas, coliflores, cebollas, coles, palas, pepinos, pimientos, rastrillos, sombreros de paja, puerros, espanta pájaros y pájaros.
El abuelo también se llevó a los ratoncitos. Nadie me creyó pero ese día fui más rápido que ellos y pude verlos por primera vez.

sábado, 3 de abril de 2010

La delicia del impacto


Es temporada de patos.
El aire comprimido zumba en la cabeza de los pichones
parece divertido
…se desploman.

Se desploman como el payaso en la arena
…parece divertido

queremos tirar
tirar con los senderos que jamás pisaremos
con flechas estáticas
con olores mudos
con deseos
con tetas resecas

Si tiramos acariciamos un instante de gloria
de sanación
sin olor a muerte
ni despertadores al alba
ni anonimatos
sin multitudes que apretujan
sin precipicios
ni saltos
ni vacíos
ni asco

somos dueños de una vida
y con la vista perdida
dejamos que se escurra

si gatillamos
podremos ser cazadores
ser aire
ser…
no pato

domingo, 14 de febrero de 2010

Para que quede claro

Odio a los gorilas pelados
A los mandriles de culo colorado,
Los cagarìa a patadas hasta el obelisco.

Odio a los de labios severos
Y a los de labios turgentes también.

Detesto a las mandíbulas protuìdas
Hay que hundirlas a pedradas.

No me gusta ser petizo y regordete
Fofo y sin músculos.

Detesto creerme un genio
Y lo que me cuesta sostenerlo.

Demolería con la lengua el muro que me separa de tu piel
Detesto esta obsesión por tu piel.

Y mi adicción.

Odio el biberón frío
Odio la leche fría
Odio la leche
Odio mi leche cuando apremia.

Ser viejo para el rock and roll
Ser viejo para el agite
Para la “molicie y el desenfreno de la carne”
Odio al cura puto que lo sentenciaba sin parar.

Detesto no poder cantar “November rain” como Axel Rose
No poder cantar

Odio la compulsión
Una idea sobre otra
Una idea atrás de otra
Una idea encima de otra y no para
Y no parar
Y la cabeza que no para nunca.

Odio a Dios
Lo mataría
Le pondría clavos nuevos en estigmas viejos
Por inepto.

martes, 5 de enero de 2010

No pudo ser

Leda giró melodías de violoncello. El se sintió fértil como un dios. Le acarició el ombligo y le masajeò el vientre como quien recorre un globo terráqueo buscando alguna ciudad imaginaria donde los tres vivirían felices. Apoyó la cabeza en el abdomen y escuchó la vida cálida, sencilla, gloriosa. Sintió envidia.
Se adormeció con la cabeza recostada en los hombros de la esposa.
Quiso despegar los párpados y sólo vio oscuridad. Palpó paredes viscosas, tocó sus ojos cocidos, nadó.
Nadó sin avanzar, sin respirar, sólo enroscarse y estirarse. Se vio pequeño y débil. Succionó el pulgar de la mano derecha para conjurar un pánico innecesario. Entonces se sintió pleno, completo, sin hambre ni sed.
Había otro a su lado, otro igual al él. Un incompleto, encerrado en una membrana traslúcida, en un huevo. Lo vio enroscado sobre si mismo, con la lengua quebrada saliendo de la comisura de sus labios. Nadando.
Fueron marinos sin lunas ni faros. Y furiosos guerreros si urgía la ocasión, dispuestos a matar por ocupar un lugar.
Inmóviles avanzaban por el mismo túnel, sombrío y húmedo.
El otro lo completaba y se le oponía a la vez. Olisqueó un posible futuro compartido, de pezones disputados, de juegos y tareas, de fiebres de uno y anginas del otro. De coscorrones a escondidas, sin que mamà los vea. De caricias y pellizcos deliciosamente justos para uno y terriblemente crueles para el otro. Dos contra el mundo pero unidos por el odio.
No hay padre sin hijo. El hijo viene por la corona y el padre jamás puede abdicar. ¿Por qué dividir el reino? ¿Por qué compartir el pecho abundante de leche y miel?
Se angostó el camino, la fuerza por seguir se hizo irrefrenable. No hay lugar para dos en el edén.
Colocó el cordón en el cuello del otro. Luego enroscó el otro extremo del cordòn a su pequeño pie y tiro con fuerzas.
En el firmamento titiló dudosa la constelación de los gemelos. Nadie pudo ponerle palabras al silencio. Nadie pudo contar la historia del ausente, del que no pudo ser.

domingo, 3 de enero de 2010

¿Por què?

No era remolón, ni le fastidiaba su forma de vivir. No estaba deprimido ni en crisis. Simplemente sintió que lo que le pudiera pasar durante el día, no le interesaba. Por eso no se vistió, ni se cepillò los dientes, ni desayunó. Se quedó mirando por la ventana. Miró y miró y sólo se vio a si mismo.
Había un mendigo en la vereda, lo hizo pasar. Le dio un pantalón de vestir, era nuevo. También su camisa y la corbata. Lo hizo lavar y afeitar. Le indicó donde quedaba el trabajo, que colectivo tenía que tomar, donde bajarse. Le dio las monedas y los documentos. Le entregó solemnemente su nombre: “Carlos”. En reemplazo obtuvo un nombre santo. Le encomendó que a su regreso comprara el pan y unos jazmines para Ofelia. Y que le acariciara las orejas, eso la hacía feliz.
Le agradeció al mendigo su predisposición a reemplazarlo en el juego de la vida. Le agradeció también que acepte jugar su muerte. Vio como todo era un juego, pero ahora él estaba fuera.
Caminó desnudo por el parque y a cada paso se sentía más sutil. Su campo magnético vibró intensamente, se sintió luminoso.
Cuando ya había sobrepasado los techos de las casas, un ángel le asestó una ráfaga de ametralladora en el pecho. Ya estaba cubierto el cupo de los “Franciscos” en el paraíso.

Ulises

Ulises, el escarabajo, cantaba canciones patrias. Era el mas feo de los alumnos, por eso trataba de aprender rápido. Feo y burro hubiera sido una calamidad.
Iba por el camino de regreso a casa entre “vuelos triunfales y águilas guerreras” cuando una bola de ramas a toda velocidad se lo llevó por delante.
- Ey ¿Qué hacès? Soltame que tengo que volver a casa – reclamó Ulises.
- No puedo, tengo estas hojitas con serruchito que se pegan a todo – se disculpó la enramada.
- Mi mamà me va a matar.
Empujados por el viento rodaron por la ladera de la montaña, cuesta abajo. La velocidad dejó mudo a Ulises. Se puso de un color marroncito claro. Es lo máximo que se pueden aclarar los escarabajos cuando se ponen pálidos.
Ulises “el aplicado” jamás se desviaba del camino, por eso no conocía esta parte de la montaña. No había visto el brillo de los trigales ni las aspas del molino. Ni lo bochinchera que es el agua del río cuando corre.
El pequeño escarabajo seguía con su padre las carreras de Fórmula 1 por TV. Muchas veces se metía en una cajita de fósforos y manejaba a toda velocidad. Casi siempre cruzaba el disco primero. Parecía que su sueño se había hecho realidad, aunque no estaba muy seguro de estar disfrutando. Sentía una mezcla de miedo y espíritu de aventura.
El asunto se complicó cuando cayeron al precipicio por el barranco. El fórmula 1 se transformó en aeroplano. Sintió que el estómago se le salía del caparazón y que las antenas le vibraban enloquecidas.
Agarrados el uno al otro sintieron el golpe que los sumergió en el rió. Antes de que el ahogo diga “muerto” volvieron a flotar. La corriente los hizo girar. En cada vuelta, Ulises se hundía y salía; se hundía y salía. Las primeras veces tosió agua, pero después se acostumbró. Y hasta esperaba con ciertas ansias la oportunidad de volver a sumergirse y sentir las cosquillas de los renacuajos rozando sus patas.
- Una prima mía, una vez se prendió a un chicle masticado y nunca más se separaron – Sentenció el ovillo de ramas.
El comentario preocupó mucho a Ulises. ¿Cómo iba a comer y a dormir enroscado aquí dentro? Pensó que su mamà debía estar preocupada, quizá nunca más la volvería a ver.
El tronco de un árbol caído sobre el río les detuvo la marcha. Del golpe Ulises salto a la orilla. No estaba dentro del ovillo. Se quedó un ratito respirando fuerte y secándose al sol. En el fondo se divirtió bastante y nunca había tenido una amiga tan cercana con quien jugar.
- ¿Nos vemos mañana a la salida del Cole? – Le preguntó Ulises a su nueva amiga.