domingo, 23 de agosto de 2009

El caldero

Las casaderas vertieron dos gotas de sangre en el caldero.
necesitaban buenos proveedores
y eso pidieron.

Luego las viudas tallaron sus yemas
querían compañeros para sus soledades

De la sangre mezclada salieron burbujas con sabor a deseo.

Las niñas querían un asno para montar
y jugar sus juegos nuevos
“a ser mujer” las empujaba la sangre que arrojaron en el caldero.

Ella bebió
Tragó hasta las virutas de hierro

Menstruó como reguero
brotaron lirios y crisantemos
se volvió fecundo el huerto
fecundo de misteriosas insatisfacciones
de esas en que cada cual obtiene lo suyo
pero no está completo

A coro reclamaron:
Devuélveme la sangre
que no se lo que quiero.

ventolera

Del mar bravío asoman muletas
Retorcidas.

Giran ruedas
de sillas de ruedas.

Se ven brazos sin cuerpos
y muñones
manos y garfios.

En la profundidad
arrecian aguaceros de paraguas
sin guaridas

Tortas de crema tiradas
perros lamiendo
agujeros

Bajo el agua
camisas
alfileres, ganchos, fuerzas
asfixias
rosas
leopardos
whisky
tugurios

Barbijos y guardapolvos
sirenas que lloran

consumaciòn

Quiero morirme

cuando encuentre su recuerdo
porque no la recuerdo

vacía
como garra en el vientre
tenaz

sola
asustada en el bosque
y la nieve cae de las ramas

muda
agitando un pañuelo blanco
detrás de los ventanales
con cara de niña
que envejece

en un tren apresurado
que voy a detener
al final

martes, 18 de agosto de 2009

Zarza

Aun recuerda las mañanas desoladas y los pimpollos marchitos. El puño de acero estrujando su estómago vacío. Los días idénticos en la recepción de la escribanía. Los atardeceres de TV y las noches agónicas.
Lila germinaba lento. Las oleadas de vida se desplazaran en puntas de pie y sin hacer ruido cuando pasaban por ella. Pero también la muerte se tomaba su tiempo.
Se acomodó entre aquellos que flotan por siempre sin echar raíces, sin rozar nada. Y se sentía sola, como un fruto seco, rodeada de musgo.
A él lo olió mustio en la vereda. Sintió que su misión era salvarlo.
Era un mosquetero de aguaceros e inclemencia. Se movía lento en la coraza de latas de dulce de membrillo que cubría sus harapos, tan sucia y oxidada como su cuerpo.
No necesitaba de nadie, sólo las monedas distraídas de los transeúntes.
Lo nutría el Paseo Colón. Y también lo guarecía entre sus extensas recovas. Se contentaba con el calor del sol sobre sus nervaduras, las gotas corriendo por la corteza y el tiempo de ser. No le hacían falta las palabras ni los significados ni las caricias ni el deseo.
Lila le regaló un alfajor y el roce de sus yemas. El palpitó con alguien del otro lado de su mundo.
Y se fueron incorporando mutuamente.
Ella aún recuerda cuando tomaba el desayuno, regaba los malvones, se subía al colectivo y le alcanzaba un pastelito. Se sentía fecunda con la esperanza de la polinización en el viento.
Se imaginó plagada de yemas de renuevo, con sus racimos de flores en péndulo.
Su mosquetero la aguardaba con sed de roció. Gota a gota la dureza de su baya fue madurando.
Para el tiempo de la cosecha, Lila lo llevó a su jardín. Rompió su caparazón de hojalata y lo limpió.
Nunca hubo dudas, él la salvó. Ella se lo agradeció.
Cogieron hasta que se les gastó la piel. Sospecharon que una brisa de amor circuló por sus tallos primitivos.
Pero los mosqueteros no se llevan con las simbiosis de invernadero. Y nunca le prosperó el intento de almacigo lejano.
Ella lo enterró en lo profundo. Lo envainó.
Transformó sus pies de aserrín en barro. Ató sus zarzas a las guías y lo orientó hacia los rayos de luz. Lo condenó a las acequias de 6 a 7 y de 11 a 12. Extendió sus esquejes para que las yemas prosperen.
El fruto maduro se pasó. A la hora de la cosecha las moscas lo aprovecharon.
A él se le transformaron las nervaduras en hilachas. Espantaron cuervos y trigales.
Lila, en la jaula estéril, aun recuerda el vuelo de las esporas…

domingo, 2 de agosto de 2009

El profanador

El acero dignifica la idea de lo permanente y de lo inerte. Gobierna la sala desde su frialdad estéril; mesada, bachas, puertas, camillas, instrumental y por sobre todo el temple de los profesionales. El resto, pulcros azulejos empapados en lavandina.
El grillete opresivo del control se esmera en limpieza y orden. Lo humano se disputa de a dos, aunque solo uno con el don de la vida.
Uno con la espalda abotonada por el guardapolvo que cubre desde el cuello hasta las pantorrillas. Todas las señas particulares enmascaradas entre el barbijo y el birrete.
Así se compone este mundo blanco, fulgurante, cegador.
Cuando el puente que separa al hombre de Dios era aun visible, los templos se construían en la cima de las colinas. Se lo circundaba de un villorrio pululante, cercado por murallas y pórticos. Se lo protegía, junto al palacio señorial, como el bien mas preciado del burgo. En el oficiaba el espíritu divino.
Como el templo, “El cuerpo humano es la morada del incognoscible” No son pocos que siguen esta verdad, ni menos los que quieren confirmarla o desbastarla.
Y en este espacio oscilante entre la vida y la muerte se libra la más antigua de las batallas, aquella que siempre se dirime pero nunca se resuelve.
Esta en sus manos atravesar la carne y buscar la verdad.
Todos esperan una respuesta, los familiares, los amigos, los deudos en general. Es su obligación dar una explicación lógica. Y ellos se ilusionan en que quizá, este dentro de sus posibilidades conocer la causa ultima del deceso.
En la sala se escucha el susurro implorante de respuestas:
Señor:
Dignifica mis manos, mi corazón y mi mente para que pueda entrar a tu templo y sortear este espejismo que oculta la verdad.
Poder decirle adiós a los campos de piel hilvanados con el cabello de un ángel constructor y a las redes de energía que circularon con absoluta exactitud.
Zonas de recuerdos sitiadas por ejércitos de olvidos. Vuelos de ruiseñores que ya no despegarán de los párpados clausurados. Besos que no tendrán como destino esta boca. Afirmaciones que ya no serán golpeadas sobre este pecho.
Ver la ausencia de la última brisa perfumada, soplados por el fuelle mudo.
Infinitos senderos que se esfuman sin ser tocados por los pies helados. El fin del esperma que nunca más coronara la caricia del gozo.
Señor:
Concédeme tocar la sangre y la carne a la que debo dividir como lo hiciste tú con los doce que compartieron el último instante.
Señor:
Permíteme con devoción introducir el bisturí y atravesar este cuerpo, en tu búsqueda.