viernes, 31 de julio de 2009

El desvelo

La bailarina danzó en mi alcoba antes del amanecer. A la hora exacta en la que la locura es un don.
Ingresó ataviada sólo con la sonrisa sabia de los que ven más allá del amor y del odio.
Me desveló de mi sueño febril para regalarme su cuerpo tenso de caoba. Fue la respuesta de los dioses a mis súplicas.
Su humedad de fuego enfermó mi sangre. Envainó mis miembros rígidos con la fortaleza de sus muslos.
Bailó en mi cama, bailó desnuda, bailó sobre mí.
Y yo lo hice dentro de ella.
Bebí sus jugos y me embriagué. Arrebaté su pubis y lo atesoré un en un lugar remoto que hoy no recuerdo.
Sus labios no se posaron en los míos. Sus labios tenían otro dueño, más allá.
Me desequilibré por su carniza, la ofreció para apurar mi caída. Me empujó y puso fin a mi historia.
Me molestó tanto no haber sido más para abarcarla.
No eyaculè, quería hacer eterna esta felicidad. Le ofrecí el llanto como mi mejor orgasmo.
Sospecho que se esfumó por la cerradura o la maté. Es un misterio que no es necesario resolver. Ella fue la única certeza que visitò mi alcoba.

domingo, 26 de julio de 2009

Cazuela

Para disfrutar una buena cazuela primero hay que definir de que la queremos hacer. Podemos optar por: cazuela de mariscos, de ave o de olvidos.
Si decidimos hacer la de olvidos es muy útil tener en cuanta que los ingredientes principales son los rincones. Hay que buscarlos, no se consiguen en cualquier mercado.

Los comerciantes obtusos, los que no quieren cambiar son poseedores de varios miles de rincones en ángulo.
Están los curvos, pero hay que tener cuidado de no perderse en ellos porque a veces se pasan de húmedos, mullidos y en apariencia acogedores.
Las puertas que se cierran de un portazo le dan un sabor agreste, casi violento. Es sólo para paladares acostumbrados.

Sin embargo hay ingredientes que se tiran en picada dentro de la cazuela. Son suicidas. Al caer se lastiman y se dejan la herida como una insignia. Si uno los sabe parar a tiempo, sin excederse en la cantidad necesaria, le incorporan a la preparación un dejo romántico y enamoradizo que le va muy bien.

La cazuela se sirve en mantel blanco y con las sillas vacías. Los comensales no le sientan a este manjar.
Para mejor presentación del plato se desparraman azarosamente sobre la mesa algunas manchas indelebles de un pasado incierto. Puede suceder que uno intente verlas en detalle, pero al concentrarse y hacer foco el color se diluye y al fin el tizne es un borrón que no estaba allí. O se corrió algunos centímetros, lo mejor es dejarlas que se acomoden donde mas les guste.

Esas pequeñas incrustaciones de cera sobre la tela son infaltables velas apagadas a destiempo.

Al costado del plato de sitio, sin dudas se ubica la servilleta con el aliento de la despedida. Tiene en el borde un monograma con el nombre que es doloroso recordar.

sábado, 18 de julio de 2009

Tumio

Tumio era escalèctrico. También figurìtico, cuartiquèmico, manchico, en fin, lúdico.
Era un animal de la calle. Hacía fumar a los escuerzos, pinchaba sapos, cazaba mariposas, bajaba pájaros a pedradas, aplastaba insectos.
Un día fue sólo al campito. Le divertía buscar cosas extrañas y después mostrárnoslas. O quedarse solo, como un alquimista, a pensar nuevas fórmulas.
Descubrió un animal muerto. Era un caballo, o un perro, o una cebra, o un gorila. No se sabía bien porque estaba muy hinchado. Tumio lo pincho con una vara. Y le saltaron los jugos a la cara y luego al resto del cuerpo, lo empaparon, lo embebieron.
Nadie lo socorrió, él era impecable para desaparecer. Ni Dios se dio cuenta de lo que estaba pasando. Después se enfermó y después se murió.
Fue el primero en el mundo.
Inauguró esto de que un niño se pueda morir. Fue una sorpresa para todos, la muerte era un territorio reservado para los viejos. Tumio era muy creativo, él inventó la muerte de niño.
Fue un funeral de dormitorio. Y de comedor. No había salones para velar gente y menos niños.
De negro riguroso para todo el mundo. Multitudinario en las calles de tierra.
Con ancianas llorando a un casi desconocido, sentadas en sillas de paja haciendo fila en los zaguanes de las veredas de cada casa, cuchicheando en dialecto, conmovidas por la novedad de una fiesta confusa entre la risa y el llanto, un llanto que daba vergüenza no llorar.
Nosotros quedamos desamparados de música, de radio, de risas y de juegos por diez días. Diez días eternos, que esperábamos terminen antes de que termine nuestra niñez.
Por diez días fuimos una banda de juegos no jugados y de brazalete negro.
El luto en el brazo solo nos permitía hablar. Contar la historia de Tumio: de cómo dudábamos de que sea bien recibido en el cielo, de cómo lo mataron los padres que no se ocupaban de él, de lo extraño que era, de cómo se metió dentro del caballo para explorarlo, de las convulsiones, de las verdades que develó traspirado en fiebre, de los otros que estaban con él y lo abandonaron, de la piedra con que se golpeó la cabeza, de su carne podrida por los jugos.
Desapareció el campito, las mariposas, el barro de las calles, los días a la bartola.
Tumio resistió. Lleva más de cuarenta años como el niño muerto y todavía no lo podemos enterrar.

sábado, 4 de julio de 2009

El rugido

A las 20:18 PM quedé ciego.
Se desplomó el ramillete de mis manos. Perdí el control. Hubiera querido volar pero no había viento. La quietud me produjo nauseas.

Estaba sólo, nunca nos habíamos separado.
Fue entonces cuando las pezuñas rasgaron el polvo, las fieras rugieron, los desconocidos me amenazaron y no supe como defenderme.

Definitivamente me había abandonado, lo leí en el informe. Lo confirmó mi piel insensible, mis líquidos secos y el aire ausente.

Si se hubiera quedado no me molestarían las estacas en mis manos. No tendría porque introducirme en esta grieta amenazante a buscar algo perdido sin saber que.
Se iría el sabor agrio de mis fauces, no lamería las heridas.
Me recuperaría, volvería a sentir los estigmas. No añoraría el origen.

Si se hubiera quedado junto a mi, no le daría el beso al loco agazapado en los confines de la caverna, ni lo absolvería eternamente.
No sentiría la dulce melodía infantil como un zumbido constante.
No repetiría esta oración entrañable.
No la llamaría con un rugido hasta el fin del universo: Puta, mil veces puta.