Tumio era escalèctrico. También figurìtico, cuartiquèmico, manchico, en fin, lúdico.
Era un animal de la calle. Hacía fumar a los escuerzos, pinchaba sapos, cazaba mariposas, bajaba pájaros a pedradas, aplastaba insectos.
Un día fue sólo al campito. Le divertía buscar cosas extrañas y después mostrárnoslas. O quedarse solo, como un alquimista, a pensar nuevas fórmulas.
Descubrió un animal muerto. Era un caballo, o un perro, o una cebra, o un gorila. No se sabía bien porque estaba muy hinchado. Tumio lo pincho con una vara. Y le saltaron los jugos a la cara y luego al resto del cuerpo, lo empaparon, lo embebieron.
Nadie lo socorrió, él era impecable para desaparecer. Ni Dios se dio cuenta de lo que estaba pasando. Después se enfermó y después se murió.
Fue el primero en el mundo.
Inauguró esto de que un niño se pueda morir. Fue una sorpresa para todos, la muerte era un territorio reservado para los viejos. Tumio era muy creativo, él inventó la muerte de niño.
Fue un funeral de dormitorio. Y de comedor. No había salones para velar gente y menos niños.
De negro riguroso para todo el mundo. Multitudinario en las calles de tierra.
Con ancianas llorando a un casi desconocido, sentadas en sillas de paja haciendo fila en los zaguanes de las veredas de cada casa, cuchicheando en dialecto, conmovidas por la novedad de una fiesta confusa entre la risa y el llanto, un llanto que daba vergüenza no llorar.
Nosotros quedamos desamparados de música, de radio, de risas y de juegos por diez días. Diez días eternos, que esperábamos terminen antes de que termine nuestra niñez.
Por diez días fuimos una banda de juegos no jugados y de brazalete negro.
El luto en el brazo solo nos permitía hablar. Contar la historia de Tumio: de cómo dudábamos de que sea bien recibido en el cielo, de cómo lo mataron los padres que no se ocupaban de él, de lo extraño que era, de cómo se metió dentro del caballo para explorarlo, de las convulsiones, de las verdades que develó traspirado en fiebre, de los otros que estaban con él y lo abandonaron, de la piedra con que se golpeó la cabeza, de su carne podrida por los jugos.
Desapareció el campito, las mariposas, el barro de las calles, los días a la bartola.
Tumio resistió. Lleva más de cuarenta años como el niño muerto y todavía no lo podemos enterrar.
sábado, 18 de julio de 2009
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Jorge, me encanto. Es brillante. Me pegaste una cachetada. Voy a tener que leerlo varias veces, porque estoy segura de que voy a descubrir cosas ocultas, como el fantasma de Tumio.
ResponderBorrarSaludos
Excelente! Qué texto espectacular.
ResponderBorrarTe mando un abrazo, espero verte el juércoles.
Ah! y preparate para armar un prólogo en breve.
Un abrazo
¡IMPECABLE!
ResponderBorrarA TUMIO NO LO ENTERREMOS NUNCA.
Ya que en otro texto lo ví por ahí a Orestes...
ResponderBorrarme pregunto: aquí tenemos un Tumio... o un Polinices...?
Muy bueno Jorge!
Y gracias por visitar la Aldea, beso.
Muy bueno Jorge. Me gustó definitivamente.
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