jueves, 10 de diciembre de 2009

Mama ¿Quién me mató?

A la hija de Romina

Quería que me prestes la pepona y saltar juntas a la soga, repartir las estampitas de la primera comunión, ir caminado por la quebrada hasta la escuela, pasar los dedos por los rulos de la vicuña y hacernos cosquillas.

Me tocó navegar con tajos de no querida, en una embarcación de cartón mojado por cloacas sin mareas. No el cajoncito blanco de muerte inocente, ese está reservado para las que hacen las cosas como dios manda.
Algunas lloran en el primer suspiro, yo no pude llorar el desprecio de tu cuchillo en mi carne.
No soporto verte triste, encerrada en los barrotes de dedos índices que se entrecruzan, prontos a señalar tu vientre ensombrecido. Dedos que escriben en tu frente “agravado por el vínculo”. Que señalan, pulcros, de piel pulcra, de piel que no palpa, que no se mete. Ciegos como la maestra que no te enseñó a defenderte, ni te dijo que el pene y la vagina son iguales cuando eligen. Que no hay sexos débiles ni fuertes, ni buen nombre, ni imagen lavada. Que no sos de vida fácil, porque la vida no es fácil.
No quiero verte ausente como las blancas enfermeras de fórceps ilegales.
No recorras los oscuros purgatorios. Oscuros como los gordos pontífices que te absuelven mientras declaman con absoluta certeza que mi alma se metió en tu cuerpo a golpes de esperma violento. A golpes de padre embustero, de padre impune por falta de pruebas. Las que no aportaste, las del goce no consentido. Que no aportaste para que no desguacen tu intimidad en mil doscientas fojas sin una santa palabra.
No mires la luz mentirosa del cirio que encienden las señoras los domingos de mantilla, que pagan primera fila del teatro celeste.
No necesitàs este limbo de rayuela eterna, dibujada en el piso de la sala de espera. Con la mano inmóvil arrojando ángeles insulsos a la casa seis, condenada a no ser. Dándome las narices contra las puertas del cielo de tiza que se esfuman cuando me acerco.
Y no paso ni me quedo.

Mamà no me pidas perdón eterno, porque si lo hacès estaré naciendo… y muriendo…
Siempre

La santa y la pierna


Dedicado a AnaGyS

No era su primera caída. Si hasta podría narrar su vida usando como nudos a las caídas. Amalia siempre se levantaba y salía fortalecida. Sus músculos eran fuertes, tanto como su templanza. Atribuía su costumbre de besar el polvo a su pierna derecha. Ella, la derecha, decidía su propio norte sin escuchar al resto.
Cada vez que sus quehaceres se lo permitían Amalia ensoñaba, amaba más que ninguna, se atrevía. Se conmocionaba con un abrazo intenso, con los claroscuros del bosque y las melodías sutiles. Por eso pensaba que no hay mal que por bien no venga, quizá su pierna le servia de ancla.
Recordaba tanto aquella primera vez. Aquella cuando caminaba por el sendero a sabiendas de que por allí pasaría él. Pensaba en sus labios y en ella, en sus miembros fuertes rozándola, en la mirada oscura de cejas varoniles escudriñando sus ojos. Se iban a cruzar y quizá le dirija la palabra… pero se cayó. Recuerda también como se le pusieron las orejas rojas y sordas; y como escapó en un galope ciego. A los amores que no fueron los envuelve un aura de “toda gloria posible”. Una gloria simple, cotidiana que sintió haber perdido.
La pierna tenía su itinerario prefijado: la llevó a los bailes de casaderas; la obligó a un “si” a desgano; avanzó dos pasos y retrocedió uno hasta completar juntas el camino desde la puerta al altar; la amarró por las tardes a la silla de paja, a pelar las papas y las habas, a coser y a tejer.
Amalia escuchaba las historias de las otras, historias de los niños de las otras, niños que imaginó coronaban los amores logrados, no como el de ella: los primeros balbuceos; la caída de un diente; las convulsiones de risa hasta las lágrimas; los zapatos que se atan y se desatan y los pies descalzos y las gripes y la fiebre... Quiso levantarse y correr, no escuchar, chocar contra el viento. Su pierna no se lo permitió.
Amalia invocaba a Santa Ana para que la haga hábil con el dedal, para que la ayude a no pincharse y para que fertilice su vientre. Pero la santa tenía otros asuntos que atender.
Amalia y la pierna fueron compañeras hostiles, a tal punto que la mujer le inscribió, con paciencia, cada letra de las palabras enfermedad y amputación.
Esperaba la sierra del doctor cuando su pierna la empujó por última vez. Tirada sola a los pies de la camilla, sin una mano que la ayude, le pidió a la santa que la levante, un milagro que no figuraba en su catálogo.
Santa Ana sintió que era hora de cumplirle. Labró sobre el cuerpo de Amalia el comienzo de una historia de generaciones futuras. Como compensación, le hizo prometer que toda su prole femenina llevaría el nombre de Ana. También las hijas de sus hijas y así para siempre. Juntas inventaron la estirpe de las Anas.
Ana que invitó a su pierna y a su sombra a sumarse al juego. Ana que se cayó mil veces y no vio en ello un mal presagio. Ana que no llegó a fin de mes, pero algo inventó. Ana que emparchò rodillas y enjugó lagrimas. Ana que pintó broches sobre el cielo, tensó sogas y planchó sábanas. Ana que vio en el clítoris una puerta y la abrió. Ana que decidió sobre su vientre. Ana que amó y que desamó. Ana que gozó y sufrió. Ana con… Ana sin… Ana c…Ana x…Ana z…