jueves, 24 de septiembre de 2009

El Estadio

El sistema fue el más justo que pudimos concebir. Quién puede ser completamente ecuánime cuando la vida está dando su último suspiro
Las ecuaciones resueltas expresaron el momento exacto del fin. Eran agonistas, tenían los días contados.
Se intentó todo: tratamientos químicos, ayunos, consultas al oráculo, sacrificios de animales, orgías para continuar con la procreación. Los extremistas cercenaron con sus propias manos las zonas afectadas del cuerpo. Nada dio resultado.
Me suplicaron días y noches. Hasta que comprendieron que era inútil.
Se despoblaron las Iglesias, desaparecieron las religiones y por último ya nadie se acordó de los dioses. Estábamos solos.

Se reunieron todos en el estadio y apenas se cubrió la mitad del espacio.
Sobre una plataforma en el centro se ubicó el coro: Los últimos diez niños alucinados que podían expresar los mensajes del lanzador de plegarias.
El lanzador atesoraba en sus manos la última esperanza. Si todo salía bien los premiados podrían continuar con vida y recomenzar.
El hombre se paró en la plataforma. Estaba desnudo, había cubierto su cuerpo con cenizas. Los niños se retorcían frenéticos a su alrededor.
Esgrimió su dedo gris como una batuta. Danzó mudo sus plegarias simbióticas. Danzó en un vuelo fugaz, danzó la historia desde el origen, fuera y dentro de cada uno.
Los niños ahogaron sonidos de sus gargantas descontroladas. Sonidos compulsivos, espasmódicos, como un canon de pájaros desvelados.
Se extendieron los confines de la piel en un trance colectivo y simbiótico
Al final dos humanos sin mácula, un hombre y una mujer fueron separados de la multitud. Sobre la sien del hombre anidó una garza mora. Con su pico agujereó el cráneo. Depositó los huevos al cobijo cálido de la sangre.
Del regazo de la mujer asomó un picaflor esmeralda, Se alimentó de sus entrañas y la fecundó.
Ahora veo a mis nuevas criaturas volar de árbol en árbol. Con sus rostros humanos entonan himnos en una lengua que no comprendo.
Ya no me imploran. No me necesitan No soy su dios. Entienden que han resuelto solos el dilema.
Resignado aguardo mi último suspiro.

martes, 15 de septiembre de 2009

Ocho brazos

A Juan Carlos la esposa le permitió conservar el departamento de soltero porque la convenció de que allí podría desplegar sus dotes de pintor. A pesar de que la amaba, necesitaba siempre la cuota de adrenalina que le proporcionaba las constantes aventuras. Perseguía el fantasma de una relación distinta, que le de un placer especial, que lo satisfaga plenamente.

Cuando entraron al departamento los asaltó un embriagador olor a aceites y trementina.
Los muebles reflejaban la extraña convivencia entre el arte y la trampa: cinco o seis luces tenues, un bar con forma de globo terráqueo, un mullido sofá, la alfombra peluda y un caballete.
Sobre el caballete un lienzo ajado y amarillento con un boceto. Según Juan Carlos reflejaría el inicio de la creación del universo. Para sus compañeros de juerga la posibilidad de un sin número de barbaridades elucubradas bajo los efectos del alcohol.

Alberto se acercó a la ventana, miró las aguas oscuras del Río de la Plata y preguntó:
- ¿A qué hora dijo que venía la mina? -
Desde que se había separado decía que quería ganar el tiempo perdido y hacerlas todas. Aunque los que lo conocían bien sabían que la herida no era fácil de curar. Cuando todo terminaba, siempre volvía a pensar en ella. No en ella, en la certidumbre clara de saber como es todo, como será mañana, como es compartir un silencio sin angustias. Porque de la separación sólo le quedó la tenencia inexorable del silencio. No podía olvidar lo acogedor del hogar perdido.

- No te preocupes ya debe estar por llegar -, dijo Juan Carlos.

El trío lo completaba Fredy, un solterón que vivía con su madre a la que debía cuidar. Desde que se conocían la madre estaba por morir aunque no siempre de la misma enfermedad. Sus miedos y las decepciones lo prepararon para recibirse de “experto en amores imposibles”. Con una mirada positiva se podría decir que era un idealista de esos capaces de guardar las heces de su amada en una cajita de música.
- ¿Será una diosa como dicen? ¿Una devoradora de hombres?, preguntó Fredy.
- Pero que diosa ni diosa, con dos vasos de whisky son todas más putas que las gallinas -, sentenció Alberto.

Sonó el timbre. Juan Carlos la hizo pasar.
Primero ingresaron unos ojos negros y misteriosos que los inmovilizó. Los miró uno a uno muy lentamente. Se sintieron vulnerados.
Era una dama con túnica de gasa traslúcida mecida por un viento inexistente. Su rostro mostraba una potente belleza que no era de este mundo, como escapada de alguna ensoñación.
Se paró en medio de la sala, erguida a punto de realizar una representación única. Sus movimientos emitían una melodía sutil. No había una zona de su cuerpo donde pudiera localizarse el sonido, emergía de un horizonte lejano, de un escenario imaginario en medio de un bosque añoso.
Los tres sintieron la necesidad de abarcar completamente esa música con todo su ser.
- ¿Cómo te llamas? - Preguntó Alberto.
- Kali - respondió ella.
- ¡Qué nombre raro¡ pero vayamos a lo nuestro ¿qué sabés hacer? -
Ella lo tomó a Alberto en sus brazos y lo envolvió dulcemente. El se sintió seguro como un guerrero que regresa al hogar para descansar las armas; ese hogar perdido y añorado. Se abandonó a un placer desconocido, más allá de lo genital. Todo su cuerpo se transformó en energía y satisfacción. Algo le dijo que debía estar atento, no perderse nada de ese momento. Nunca había sentido algo así; se vio inocente protegido por un fuego que siempre crepita, ese fuego estaba dentro suyo. Al fin cayó extenuado casi sin aliento.

Fredy se acercó a kali en actitud reverencial. Se postró a sus pies y los besó con vehemencia. Había encontrado su diosa, pero ella no se brindaba tan fácilmente. Lo obligó a atravesar primero el oscuro laberinto de sus pensamientos. Si se movía, o sólo parpadeaba toda la magia de ese instante, de ese secreto a punto de develarse desaparecería. Tuvo la certeza de que alguna espada experta le arrancaría la cabeza si se distraía.
La amante asumió el rostro de su madre convaleciente llorando de dolor. . La gran vulva lo absorbió y lo cobijo. Hipnotizado por una dulce melodía infantil, se empujo al abandono. Mecido en el regazo de la madre, sufrió y gozo intensamente. Comprendió como había vendido su voluntad por esta comodidad anestesiada.
Fue expulsado del vientre ya sin ataduras ni fuerzas para seguir.

Ella, desnuda, movió sus ocho brazos e integró todo en su ser. Su piel se transformó en una urdimbre negra y manchones de pelo brotaron de sus poros. Se arrastró sobre sus patas y comenzó a tejer una red alrededor de Juan Carlos.
Moviendo sus brazos copuló con él hasta la última gota. Fueron uno: hombre-mujer, macho-hembra. Se sintió integrado y perdido en el mejor acto sexual de su vida, ese con el que siempre soñó.

Ella fue todas las mujeres en una: la madre, la esposa, la amante.
La hembra agazapada decidió disolver ese mundo para que no queden vestigios de lo que fue.
Disolvió los cristales, las teclas, el rouge. Los restos de piel y de esperma. Rugió ahogada de aullidos y de sangre.
Solo quedó en pie una pequeña estatuilla de kali danzando.