El acero dignifica la idea de lo permanente y de lo inerte. Gobierna la sala desde su frialdad estéril; mesada, bachas, puertas, camillas, instrumental y por sobre todo el temple de los profesionales. El resto, pulcros azulejos empapados en lavandina.
El grillete opresivo del control se esmera en limpieza y orden. Lo humano se disputa de a dos, aunque solo uno con el don de la vida.
Uno con la espalda abotonada por el guardapolvo que cubre desde el cuello hasta las pantorrillas. Todas las señas particulares enmascaradas entre el barbijo y el birrete.
Así se compone este mundo blanco, fulgurante, cegador.
Cuando el puente que separa al hombre de Dios era aun visible, los templos se construían en la cima de las colinas. Se lo circundaba de un villorrio pululante, cercado por murallas y pórticos. Se lo protegía, junto al palacio señorial, como el bien mas preciado del burgo. En el oficiaba el espíritu divino.
Como el templo, “El cuerpo humano es la morada del incognoscible” No son pocos que siguen esta verdad, ni menos los que quieren confirmarla o desbastarla.
Y en este espacio oscilante entre la vida y la muerte se libra la más antigua de las batallas, aquella que siempre se dirime pero nunca se resuelve.
Esta en sus manos atravesar la carne y buscar la verdad.
Todos esperan una respuesta, los familiares, los amigos, los deudos en general. Es su obligación dar una explicación lógica. Y ellos se ilusionan en que quizá, este dentro de sus posibilidades conocer la causa ultima del deceso.
En la sala se escucha el susurro implorante de respuestas:
Señor:
Dignifica mis manos, mi corazón y mi mente para que pueda entrar a tu templo y sortear este espejismo que oculta la verdad.
Poder decirle adiós a los campos de piel hilvanados con el cabello de un ángel constructor y a las redes de energía que circularon con absoluta exactitud.
Zonas de recuerdos sitiadas por ejércitos de olvidos. Vuelos de ruiseñores que ya no despegarán de los párpados clausurados. Besos que no tendrán como destino esta boca. Afirmaciones que ya no serán golpeadas sobre este pecho.
Ver la ausencia de la última brisa perfumada, soplados por el fuelle mudo.
Infinitos senderos que se esfuman sin ser tocados por los pies helados. El fin del esperma que nunca más coronara la caricia del gozo.
Señor:
Concédeme tocar la sangre y la carne a la que debo dividir como lo hiciste tú con los doce que compartieron el último instante.
Señor:
Permíteme con devoción introducir el bisturí y atravesar este cuerpo, en tu búsqueda.
domingo, 2 de agosto de 2009
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Nunca,nadie ha tenido una respuesta,a "eso", que convenza a todos. Esa es la mayor angustia del hombre. Algunos han encontrado la propia. ¿Tienen un don,o es solo un consuelo?
ResponderBorrarEn todo caso,creo que vale la pena vivir para seguir en la búsqueda.
gran oración gran
ResponderBorrartratando de cortar las vendas de nuestra piel, para ver aunque sea nada...
me gustó, hay atisbos de videncia
saludos
ResponderBorrarwww.regatin.com.ar