lunes, 18 de julio de 2011

Perros sarnosos

Vagábamos por los callejones, muertos de hambre y en celo. Nos atacaron y no supimos defendernos. Era el primer jueves de octubre, fuimos heridos y hospitalizados.
Éramos seis. Roque con sus ruedas de triciclo en lugar de patas traseras esquivando las piedras para no descarrilar. Pocho con una pantalla de velador en la cabeza. La pantalla le incomunicaba el hocico con el mundo exterior. Había que ayudarlo a comer. Pitu y Roro avergonzados con sus suéter rosa y sus pañales. Se los ponían las dueñas por el frío y para que no orinen los árboles (decían). Ellos hacían todo tipo de contorsiones para sacárselos, sin éxito. A causa de esas malas costumbres tenían problemas en el bocho.
Por suerte también estaba el negro, un verdadero perro de zanja. Una vez vino corriendo a todo galope con algo entre los dientes. Las mandíbulas no le alcanzaban para sujetarlo. Cuando llegó nos dimos cuenta de que era un pan dulce sin abrir. Nunca venía con las manos vacías. Seguro se lo había robado a alguna argoyuda. Distraído lo atropelló un auto, pero no murió. Eso si, perdió velocidad y no pudo robar mas pan dulce. Nosotros lamentamos mucho no gozar más con sus proezas, las que tanto nos alegraban.
Saúl era diabético y siempre se quejaba de no poder comer cosas dulces. Una vez la dueña, para darle gusto, le compró un dulce de membrillo sin azúcar. Era asqueroso. Saúl tenía tres patas, había perdido una por la enfermedad. Las desgracias lo fueron transformando en un refunfuñón. Cuando le dieron el dulce de membrillo sin azúcar, lo olfateó, miró a la dueña quien esperaba un gesto de agradecimiento, se sentó sobre la cola que le servía de anclaje por la falta de la pata y le dijo:
- Seré pulgoso y siempre tengo hambre, pero esta mierda es incomible –
La dejó tirada en el sueldo como un sorete aplastado y se fue. Desde ese día le dejan comer cualquier cosa. Si no te mata la diabetes, te agarran los rabiosos, de algo hay que morir.
Las enfermeras nos acariciaban y nos daban pichicatas. Una de cal y una de arena.
Nos acomodaron en un pasillo cerca de la sala de guardia. Todos sacamos las heridas, las pusimos sobre las camillas y comenzamos a lamerlas. Hacíamos extraños sonidos con diversas melodías, algunas tristes y otras más juguetonas. Se armaron improvisados duetos, algún que otro canon y un par de solos.
Quedamos maltrechos y sin ninguna posibilidad de agradarle a nadie. Nuestros dueños no vinieron a buscarnos. Cuando nos dieron el alta nos instalamos en el jardín de una casa. Al instante vinieron los dueños a rajarnos. Pero pusimos nuestras caritas desvalidas y los convencimos de quedarnos una noche. Después los tipos nos trajeron restos de comida. No sabíamos bien a qué venía tanta amabilidad. Al día siguiente, lo mismo.
Por la casa circulaba mucha gente con caras piadosas. Luego de un par de días nos dimos cuenta de que estábamos en el jardín de una Iglesia.
Una noche nos obligaron a ir a una reunión. Tuvimos que ir por la comida. Oficiaron una ceremonia estereofónica en la que no faltaron gritos de aleluya, gente revolcándose por el suelo y hablando en lenguas. A nosotros nos parecía haber ingresado a un mundo irreal y grotesco. Como plato fuerte de la ceremonia, no se les ocurrió mejor idea de hacernos pasar al frente como símbolo de los menesterosos rescatados de las garras de la miseria y del infierno. Los pecadores que por el poder de su Iglesia accedíamos al acto maravilloso de la conversión. Nos bautizaron con agua, nos empujaron para que nos revolquemos por el piso y nos obligaron a hablar en lenguas (vaya a saber que grandes verdades habremos aullado).
La cosa quedó así: por las noches salíamos desenfrenados a pecar el doble. De día la jugábamos de miembros fieles, así nos asegurábamos el sustento. No duró mucho, a los pocos días se dieron cuenta de que nuestro estado de gracias era fingido. Tuvimos que volver a empezar. Algo aprendimos. Ahora sabemos que cuando llegue el fin de los días, en el juicio, tendremos para mostrar el carnet con nuestra foto, demostrando que somos miembros de una Iglesia. Quizá nos reduzcan la condena.

2 comentarios:

  1. Jorge, este texto es maravilloso, no me acuerdo de haberlo leído. Me enamoré totalmente de estos "perros sarnosos", de todos por igual. Deberías hacer como una serie de cuentos con estos personajes.

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  2. Castagna:

    Mucha sangre, mucha muerte, mucho bicho en tu obra ( excelente y elogiable prosa y aún mayor envidiable creatividad )

    Por otra parte, y ante tanto dolor doncupiscente, anunciados y ahogados espermas desdichados, y quejumbrosos recuerdos invocados, el espíritu simplemente se limita a observar, sin protagonismo relevante, las malolientes y fétidas cavernas del terreno transitado

    Colosal y maravillosa, tu prosa, Castagna

    No obstante, fiel seguidor de este manijulio
    suplicante, observo ( tal como lo hice notar hace justo un año ) el mismo devenir itinerante ...

    Es cuestión de pasar, mirar y ver ( sin souvenir incluído )

    El cadáver mutilado; el muslo ensangrentado; el infante atormentado ... el semen malogrado

    Pasen, entren y vean

    El espejo despiadado

    Rafa

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Se donde viven