El sábado de carnaval el señor A decidió darse la oportunidad de cambiar su máscara.
Ese sábado, como siempre, dio un alarido agudo. Así se despertaba cada mañana, era su forma de sentirse vivo. Se despegó lentamente de un colchón tirado en el piso sostenido por sus propios resortes salidos y oxidados. Apartó la masa amorfa de abrigos apolillados con que se cubría. Los gatos chocaron a toda velocidad con montones de basura.
El señor A jamás juntaba la mierda de los gatos. Los gatos tampoco juntaban la mierda del señor A. Habían perdido el olfato de tanto someterlo a la pestilencia. Los “buenos días” del señor A no tenían destinatarios. Se sentía siempre exasperado y enfermo, como un pájaro seco.
El señor A llegó a las puertas de Salvador despellejado pegajoso e insaciable; expulsado de todo, hasta del mismo infierno. Esa noche quiso mostrar lo que siempre ocultó. La naturaleza lo privó de toda gracia belleza y simpatía; pero la brisa cálida del carnaval nutrió sus poros con la posibilidad de ser otro.
El señor A tenía la capacidad de saber a quien acudir. Apenas vio a Salvador supo que podía tomar prestada un poco de su hospitalidad y de su alegría. O quizá toda.
Salvador tenía la costumbre de hacer volar a los pájaros sin alas: le dio algo de comer y lo alojó. Le propuso disfrutar de la ilusión del Carnaval, donde la identidad y los goces se entremezclan. Le propuso cambiar las máscaras y dejar que todo suceda. Le propuso enseñarle a volar.
El señor A sintió que había llegado al paraíso. Un paraíso que fue trasformando en propio a fuerza de imponerle su caos.
Al atardecer del domingo de carnaval Salvador abrió su arcón en la sala del frente. Sacó del arcón un montón de máscaras y pronunció un poema. Las máscaras celebraron, danzaron y jugaron.
Tanta diversión era una molestia para el señor A, se refugió en el fondo con las tripas revueltas. Él y los gatos se sentían aislados y enceguecidos como bestias sitiadas. Se dio cuenta de que vaya donde vaya no podría desprenderse de sí mismo.
La noche del domingo de carnaval un insomnio colorado invadió al señor A. Fue entonces cuando cambió la cerradura del arcón por un gato negro y rabioso. Un gato que muerde y no se deja acariciar; lo llevó con unas tenazas y lo pegó con cemento.
El lunes de carnaval, Salvador quiso abrir nuevamente el arcón. El gato se tragó la llave e hirió la mano del pobre Salvador. Una máscara con forma de polizón se escurrió del arcón por una rendija casi inexistente. Leyó en vos alta incansables poemas, cantó alabanzas al Rey Momo y se desternilló de la risa, hasta que los gatos y el señor A desaparecieron o se escurrieron por una grieta. La máscara disolvió el cosmos personal caótico y mugriento que sujetaba al señor A de este lado de las cosas; entonces perdió la cordura, la que pendía de un hilo delgado. Dicen que lo han visto despellejado pegajoso e insaciable buscando a otro que lo ampare. No se supo bien porque como todos sabemos las máscaras no hablan nuestra lengua.
Salvador cambió al gato negro por una contraseña tarareada y con rima.
La última noche de carnaval, Salvador se puso todas las máscaras en su único rostro. Le quedaron muy bien. Tan bien como un pan tibio, como una caricia, como la más elocuente verdad.
domingo, 1 de mayo de 2011
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Por fin Jorge, de nuevo vida en este blog, con ese hermoso texto.
ResponderBorrarArriba las máscaras y los mascarones.
Muy pero muy bueno.
Te mando un beso.