Todos sabemos que el perro de playa tiene más energía que el que no es de playa. A simple vista parece un poseso. Ve enemigos en la espuma de mar, en el movimiento de las olas, en la arena que vuela con el viento y en todos los pequeños animalitos que se desplazan rápido y se ocultan más rápido aún. Etcétera. No tiene objetivos claros, ladra y dentellea incansable hacia un lado y hacia el otro. No se sabe claramente si se divierte o sufre. Cualquiera sea el caso su actitud es alterada y nerviosa. Etcétera.
Se puede tratar de direccionar ese tremendo caudal de energía proponiéndole algún objetivo. Debe ser simple y comprensible inmediatamente, ya que no se logra que los individuos de esta especie mantengan la atención más de unos segundos.
González era un ejemplar típico. Su patrón fue a la Playa con la firme intención de apoltronarse sobre la reposera sin mover un dedo. Claramente los miembros de la pareja tenían intenciones antagónicas. El perro no paraba de correr, ladrar y moverse como un espástico. Etcétera. Esto se acentuaba cuando era inundado por el agua salada. En ese momento se transformaba en una especie de lombriz en un happening frenético saturada de psicofármacos.
Don Tito llevó la pelotita de goma como antídoto. Pensó que si se la tiraba muy lejos tendría unos minutos de paz mientras González iba a buscarla y se la traía hasta su regazo. Y así fue durante más de dos horas.
La secuencia era la siguiente: Con el brazo derecho lanzaba la pelotita con la mayor fuerza posible, intentando no pegarle a nadie, cosa que en general lograba. Luego la dicha de unas respiraciones profundas, jadeos y hasta pequeños ronquidos. Por último un súbito volver a la realidad de un almohadonzazo peludo, húmedo y babozo. Etcétera.
Cuando ya había decido regresar al departamentito para ver si la patrona le daba algo de comer, González regresó con dos objetos en el hocico. Una era la pelotita bicolor y el otro, de lejos, parecía una ramita seca seguramente de algún tamarindo de las dunas que separaban la playa de la avenida.
A medida que el perro se acercaba, Don Tito fue viendo al objeto desconocido de un color claro y con la punta carmesí. Cuando el perro se lo entregó pudo comprobar que estaba dividido en tres secciones similares y si no recordaba mal, los nombres de cada una eran: falange, falangina y falangeta.
Ni siquiera había tenido el tiempo suficiente de terminar de observarlo cunado fue increpado a los gritos por la dueña del apéndice.
- su perro me arranco el índice – dijo señalando a González con la otra mano, o mejor dicho con la única que poseía el dedo correcto para señalar.
El perro estaba feliz, por fin tenía muchas personas con las que jugar. Los demás bañistas también.
Parecía que iba a ser otra aburrida mañana playera. Por fin pasaba algo distinto al monótono grito de los vendedores ambulantes, los inconclusos castillos de arena, el campeonato de tejo y los mates lavados.
- Señora, el sólo estaba jugando, no sabe lo que hace ¿Por qué no se lo pega con la gotita? – intentó con poco éxito Don Tito.
- ¿Usted me está cargando? ¿no sabe que el dueño tiene que controlar a los animales? Está prohibido ingresar al balneario con mascotas-
- ¿Dónde dice? Yo no vi ningún cartel –
- ¿Tiene seguro? Porque este dedo me lo va a tener que pagar, si no prepárese porque esto le va a costar un ojo de la cara- Sentenció la amputada.
Mientras González intentaba darle la pelotita a alguno de los muchos espectadores, a los que él ya consideraba su público.
Poco a poco la gente fue cambiando de bando, al principio todos estaban indignados con la fea actitud del perro y con la irresponsabilidad de su dueño. Pero como dicen en el cine nunca actúes con niños ni con perros porque deslucen al protagonista. Etcétera.
Y González a fuerza de tesón y simpatía se los fue ganando. A tal punto que varios le sugirieron a la anciana que la cosa no era para tanto y que en cualquier clínica de la zona se lo pegaban en un santiamén.
Los muchos anónimos comenzaron a aplaudir, seguramente se perdió un niño o el bañero rescató a algún intrépido que se aventuró más allá de sus posibilidades. Pasó el barquillero y una nube robó unos minutos de bronceado. Etcétera.
Las olas imponían su fuerte presencia tan rápidamente como se desvanecían. En los balnearios nada perdura. Se pasa en un abrir y cerrar de ojos de una solitaria ciudad fantasma al bullicio de la metrópoli en pantalón corto.
Y sin darse cuenta nuevamente al frío de la soledad y la tensión de la espera.
Cuando el balneario se apaga, los perros de playa dejan de serlo, mutan a perros de ciudad: gordinflones, dormilones, rutinarios. Etcétera.
domingo, 7 de junio de 2009
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