jueves, 29 de enero de 2009

Colacionado

Él detentaba el control y lo usaba. En cada cambio, la falta de luz ensombrecía levemente el cuarto por unas milésimas de segundo. Luego se sintonizaba otro canal y todo volvía a la normalidad.
Un cambio de posición hizo crujir el piso de madera y ese era todo el sonido esperable en la monotonía del atardecer, de este y de todos los atardeceres.

Sonó el timbre. Abrió la puerta y recibió un sobre, tuvo que firmar y aclarar. El cartero se esfumó como un aparecido; no se sorprendió ya había visto esa forma de desaparecer en varias casas de la cuadra. Ahora entendía porque.
Ingresó, abrió el sobre, se puso los anteojos, pasó la vista rápidamente por las cinco palabras y apoyó el telegrama sobre la mesa. Se miraron un minuto, no había nada que explicar.

Fue al cuarto, sacó la ropa de los cajones y la acomodó en seis pilas. Escribió los nombres de los destinatarios en cada montículo. Hizo lo mismo con sus pocos libros desgastados por el polvo de los años. Luego le toco el turno a los zapatos y los otros objetos que consideraba importantes.

A pesar de que el pacto haya sido suscripto por El y los patriarcas de todas las iglesias, siempre lo consideró absurdo. Tan absurdo como los comerciales que se difundieron a mansalva para divulgar los alcances: “Evitaremos las despedidas improvisadas, desprolijas, desorganizadas” decían los slogans. ¡Que idiota podría creer que por una ley se acabaría eso de “y…se nos fue de repente”¡ Jamás habría una oportunidad única y definitiva para completar los proyectos truncos o hacer realidad las ilusiones insatisfechas. Pero con el tiempo fue entendiendo con resignación, como, la irrefutable certeza condenó a lo imprevisible a una muerte triste. Nunca más la mano del destino arrojaría el dado del azar. El fin siempre sería pautado, avisado, inamovible.

Abrió el baúl donde guardaba las joyas, algunos dólares y dos o tres cosas más. Encontró el sello de goma con su nombre y cargo: “Efrain Ludueña Gerente de facturación”. Por un instante se volvió a sentir importante. Recordó su mejor momento, tenía gente a cargo, tomaba decisiones y era respetado. Pero luego vinieron los jóvenes profesionales y lo fueron haciendo a un lado.
Llamó a Laura, le entregó la llave del baúl. Le encomendó que el piano se lo lleve Matilde, desestimando la probabilidad de que le suceda lo mismo que a él: compró el instrumento y nunca llegó a tomar una clase. Ahora era demasiado tarde.

Se fue a bañar y afeitar.
Laura quiso corroborar la hora exacta del desenlace, se acercó a la mesa y tomó el telegrama. Faltaban tres horas. Él tenía tiempo suficiente para matarla, si quisiera; podía hacer o decir todo lo que se le ocurra, la ley se lo permitía. Laura leyó un pequeño folleto que lo aclaraba todo y sintió pánico.

Hacía tiempo que no se llevaban bien. Prefirieron conservar el recuerdo de la piel tensa a ir corroborando el surgimiento paulatino de los surcos. No se tocaban desde hacía años. Tampoco atinaron a crear un mundo propio, de cada uno. Siguieron juntos por temor a la soledad. Hubo momentos en los que se odiaron, luego entendieron que no valía la pena tanto esfuerzo.
Rígido, se sumergió en la bañera mientras imaginaba las puteadas que podría escupirle en la cara a su jefe, ese rufián chupa sangre. Luego pensó en su suegra, vieja arpía; y en sus hijos que nunca lo visitaban.
También pensó que él mismo podría organizar su propio funeral. Una linda recepción, con todos sus amigos, una rubia despampanante saliendo de una torta; incluso ir caminando al cementerio, arrojarse dentro del poso y tirarse el primer puñadito de tierra. En fin, retirarse por la puerta grande.
¿Y si no les daba el gusto? ¿Si terminaba con todo ahora mismo? Podía elegir la hora y la forma si quisiera. Se vio balanceándose con la soga al cuello y la baba corriendo por la comisura de sus labios. Todos sobresaltados, con sus manos temblorosas y nuevamente la incertidumbre galopando en sus pechos. ¡Qué momento¡
Estaba desnudo, sintió frío. No tuvo el coraje de dar la dentellada. Dejó que todo sucediera de acuerdo a lo previsto, había llegado la hora de apurar el último trago. Un grito ahogado y una lágrima se le escaparon sin poder impedirlo.
En el fondo, Laura sabía que todo sucedería sin sobresaltos, como habían transcurrido todos estos años. Por fin llegó el momento que tanto había esperado. Tomó el control y puso el canal que se le antojó.

3 comentarios:

  1. compré el cuento! Felicidades!
    Sole Yabor

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  2. genail vovler a a leer este texto.
    como siempre, impecable.
    Crisálida

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  3. Muy bueno con una vuelta de tuerca al final. Aguila Entonada

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