miércoles, 15 de junio de 2011

El cadaver

Le faltaban dos meses para cumplir 18 años. Había llegado el momento de tomar una decisión. La idea lo perseguía desde hacía tiempo como un recuerdo mal parido, como una amenaza acechante, siempre dispuesta a atacar. Una vez consumado el hecho, planeó hacer desaparecer los restos en lugares distantes. Sentía cierta culpa o remordimiento pero no tanto como para impedirle pensar.
Dividió el cuerpo en cuatro partes más o menos iguales. Con los restos iría a La Plata el lunes, a Lujan el martes, a Pilar el miércoles y se dejó el atardecer del viernes para la Costanera.
El lunes fue al Parque Pereira Iraola cerca de la ciudad de La Plata. Estaba seguro de encontrar algún lugar desolado porque era día laborable. Hizo un pozo con la pala pequeña, la que usaba para hundir la sombrilla en la playa. A medida que lo iba enterrando recordaba los primeros gritos cuando salía de su casa para ir a la escuela. Con tanta violencia, llegaba al aula corriendo y con el corazón agitado. Igual que cuando la maestra lo llamaba para dar lección. O con las pruebas o con los mapas que no le salían. Mientras trabajaba prefirió dejar que su mente vagara hacia donde habitaban los colores del otoño: las rojizas hojas del liquidámbar, la panza esmeralda del palo borracho, el ocre del fresno. Terminó la faena alivianando.
A las patadas tenía que impedir que él ingrese a la Capilla donde tomó la primera comunión La lucha para que no entrara era salvaje. Tan salvaje como la culpa incomprensible por los pecados cometidos. Indignidades que debía desalojar de su corazón, de su vida y sobre todo de la casa de Dios. En todo esto pensó el martes a la vera del río Lujan. A esa altura ya se había deshecho de la mitad del cuerpo. Cuando terminó entró a la basílica sin la necesidad de mirar hacia la puerta. Ya no tendría que echarlo nunca más, ya no lo seguiría, ni él ni su permanente pena. Había hecho lo correcto.
Hubiera querido tener un departamento luminoso, bien ubicado, en Recoleta quizá. Hubiera querido disfrutar de la dignidad de los que viven bien, de los que triunfan. Pero, por él sus padres decidieron resignarse a vivir en casuchas del conurbano. Con patio grande, con el fondo lleno de porquerías, con latas, restos de comida, charcos de agua maloliente y mierda. Imposible de ordenar. Nunca le perdonó no poder invitar a sus amigos a jugar. No recordaba ninguno de sus cumpleaños con alegría, con mucha gente, en un lugar agradable, limpio y con mucha comida. Rodeado de los barrios privados de Pilar sintió que quizá por haberse liberado de él, podría elegir más libremente donde vivir. Soñó con una casa inundada de sol, rodeada de vecinos privilegiados. De esos que disfrutan de las pérgolas planeando sobre sus cabezas y de los elefantes de jade remando en el jardín. Paladeó en su imaginación los terrones de azúcar disolviéndose en las tazas de té de las cinco. Escuchó entre ensueños la música de las mandolinas. Vio a la chica que le gustaba bailando al compás de sus tetas que subían y bajaban.
En Pilar se deshizo del tercio del cuerpo.
El viernes al atardecer lo recibieron las nubes en forma de pompón, el sol ocultándose en el Río de la Plata, los espasmos del final, la espuma y las olas. Sacó de su mochila el último cuarto. Sintió una abominable paz. La tranquilidad de sábanas infinitas, de barcos desarmados y de columpios que se esfuman en el espacio. Había llegado hasta el fin. Un cuaderno con tapas de papel araña lloraba sus silencios de años de escuela, de decisiones no tomadas, de hablar con ladridos, de no tocar a otros, de acariciarlo sólo a él. Al arrojar el resto del cuerpo al río dejó escapar una lágrima y a su infancia. El cuerpo se hundió, pero la lágrima flotó a la deriva. Hasta un perro muerto merece ser llorado al partir.