viernes, 10 de abril de 2009

Exégesis Incierta


Es curioso el comportamiento del águila negra de pleamar, más bien extraño e irreal.
Apenas lo supe no pude dejar de pensar en verificar las características específicas de sus conductas.
Sólo por satisfacer mi curiosidad y mi natural desconfianza, una noche de otoño viaje a la comarca en la que habitan la mayor cantidad de especimenes. Prefiero no develar el nombre del lugar para que no se llene de curiosos. Todos sabemos lo inescrupulosos que son. Nunca van a faltar los que intenten profanar este santuario donde, luego pude corroborar con creces, se concreta el ritual de este casi inexistente pájaro.

Con la cabeza llena de sueños y un poco malhumorado por lo inusual de la hora (3 AM) llegue al peñón desolado.
Entre tropiezos y a tientas pude encontrar la vera del mar. Era una noche especialmente oscura, sin luna ni estrellas. Una tenue guirnalda de luces lejanas, seguramente provenientes de las barracas de los pescadores, daban sensación de dimensión a un paisaje extremadamente plano. Sólo se veía un islote lejano de pastizales ralos e inclinados hacia el poniente por la persistencia del viento.
Mis mullidas pisadas sobre una arena gruesa, con la consistencia del carbón molido y el soplido de las olas eran los únicos sonidos dispuestos a ser escuchados.

“No entiendo como lo hace”, pensé. Como la corporización de un fantasma, de un golpe seco, apareció mi amigo Charly.
El sabe todo lo que hago, mis inquietudes, lo que me preocupa y desvela. Comparte el letargo de mis días monótonos y también la erupción de dispersos momentos afiebrados.
Que haya recordado este proyecto y que me haya encontrado en medio de la noche hacen de Charly un ser increíble. Es cierto que casi no habla pero estar con él es sentir un inmediato bienestar, dejarse invadir por la sensación de refugio, de lasitud, de ensueño placentero.
Lo que si, es un juerguista implacable. Misteriosamente, cuando aparecen otros, se las ingenia para esfumarse de forma tal que no lo vean. Siempre me deja mal parado, tratando de convencer a mis interlocutores de que no estaba hablando solo, de que había alguien aquí conmigo, hace un instante. Otras veces asoma su carita de gnomo por detrás de la gente, hace sus muecas y logra distraerme. Termino sin entender lo que me estaban diciendo. Lo hace a propósito porque sabe que soy capaz de soportarle todas sus locuras sin recriminaciones.
Juntos nos paramos a otear el horizonte; diría a olerlo o escudriñarlo porque solo la fluorescencia del agua nos permitía sentir que allí había vida y movimiento tal cual lo conocemos.

Como un amanecer imposible, a destiempo, algo inmaculadamente blanco se abrió camino hacia nosotros en la infinita negrura.
Si alguien se atreviese a intentar describir el sonido del ave planeando, flotando sin mover las alas, aprovechando las corrientes aéreas, seguramente afirmaría que no proviene de esta dimensión.
Hay que estar preparado con conciencia corporal y exaltado espiritualmente para escuchar el movimiento.
Como un intento torpe describiría su traslación de la siguiente manera:
Surge del horizonte, de la nada, o de un origen intangible. Sería acertado describirlo como un proceso lento y trabajoso, estudiado hasta el cansancio, como la danza de un Dios que sabe que en su realización evita que se disgregue un mundo.
A ciegas, intuitivamente, tracé su recorrido en mi anotador. Parecía no tener desplazamiento vertical, se movía siempre a la misma distancia del mar. Sin embargo, su movimiento horizontal siguió un trayecto exacto. Pude vislumbrar como su andar seguía fielmente el contorno de su propio cuerpo.
En un punto justo, se detuvo estática. Era un lugar indiscernible, a pesar de los esfuerzos nos fue imposible ubicarlo en el mapa. El ave de ensueño aparecía y desaparecía al ritmo del parpadeo de la mirada.
Sabíamos de su redoblado coraje. Ya había pasado por la dolorosa auto cercenación de todas sus plumas. En lo alto de la montaña, en una cueva aislada de todo se las arrancó una a una con el pico; las que tenía ya no le servían para enfrentar su hostil existencia. Ahora renovada por el dolor, estaba dispuesta a cerrar el círculo de su propia mutación.

Pudimos distinguir claramente que la luz emitida desde su pico eran dos piezas de ajedrez de marfil, inundadas de vitalidad. Los campos magnéticos del rey y la reina colisionaban y se intercambiaban en espiral constante, separados y unidos a la vez.
Las piezas incorporaron energía y masa de su alrededor aumentando de tamaño; hasta casi hacer quebrar al pico del águila. Llegaron a equiparar el mismo peso del cuerpo de su transportador.
En un acto de supervivencia, a sabiendas de que era su única oportunidad, el águila dejó caer a una de ellas a las profundidades del océano. De una sola dentellada soltó a la dama, mientras absorbió parte de la inmensidad en sus fauces.
Charly, en silencio, que es como se cuentan los mitos me explicó que este quiebre de la pareja es un desgarro esencial, una herida que nunca sanará. La reina bebió la última lágrima del rey y con ella sació su sed infinita.
- “La sed eterna sólo se sacia con la lágrima del otro, del que nunca debimos separarnos”- dijo Charly.
La sal hizo que al caer y encontrarse con las aguas la reina se disuelva y sea una con el océano. Un resplandor intenso iluminó la superficie del mar. Nos sentíamos participes de la coronación de la reina de la ciudad sumergida.
El águila vino a traernos la otra pieza, en forma de ofrenda. Como en un sueño su impulso no tenía efecto, se movía, pero no avanzaba.

Esta historia nunca culminaría, a pesar de que todo estaba dado para ello. Supimos que sin nuestra mirada nada de esto hubiera sucedido. Alguien nos hubiera ido a buscar hasta el último rincón del universo para que estuviéramos aquí, ahora. Nuestra presencia es la del participe necesario sin la cual nada puede suceder.